jueves, 3 de abril de 2008

Me he vuelto adicto

Como una adicción a la nicotina soy adicto a tu piel, a tus silenciosos pasos y al sabor que dejas en mi cuando me faltas. Y sufro cada vez que te vas y te imagino a mi lado, recorriendo con mis manos los espacios que me dejas, tocando la cascada de tus cabellos entrelazados con mis dedos. Y sé que me faltas porque el aire es pesado sin tu cuerpo y nuestra cama es fría como una tumba. O quizás como mi vida cuando aún no existías en ella. Y la luna era de piedra y mi corazón una isla inhabitable, un arrecife al que no llegaba nunca el mar.
Tú trajiste el sol, las rosas, los colores del atardecer, el agua marina del deseo. Tú trajiste con el brillo de tus ojos el reposo y el líquido tiempo de la espera, en que sé que tú también me aguardabas. Sé que te falta mi voz y mi garganta y el roce de mi piel contra tu espalda.
Tú enciendes mi vida, pintas de azul mis mares y mis cielos. Con tus manos diste forma a mis ríos, mis mesetas y montañas. Con tu aliento me das la vida y, si quisieras, con tu ausencia te llevarías el mundo, la luz, la luna, la risa de los niños y todos los caminos.
Soy adicto a tu piel. Y cuando nos alejamos un momento, todo ese amor me sale del cuerpo, grande y apasionado como es. No cabe en ninguna parte, el mundo se vuelve pequeño y sólo lo pueden aprisionar los límites de tu cuerpo y amanecer otra vez al lado tuyo.
Sin ti estoy muerto, asesinado. Soy una queja, un suspiro, un susurro. No sonríe mi boca y mi voz es amarga, triste. Mis raíces te buscan en la tierra. Todo en mí te llama y si no estás pierde sentido el tiempo, la lluvia, las tempestades.
Me faltas cuando te alejas y no consigo encontrarte en este corazón que de pueblo tengo. Y mis revoluciones se aquietan y mis fusiles se acallan y ya no soy rebelde, ni agreste, ni osado. Soy apenas de ti, la mitad que te hace falta, el momento que no me tienes, el reloj con que me esperas.
Soy adicto de amarte sin descanso, sin tregua, cada minuto que mi corazón palpita, que mi cuerpo de ti se oxigena, que el mundo gira y aguarda y el cielo me mira bondadosamente, a pesar de lo hosco de mi ser y de mi mal genio.
A veces pienso que Dios me mira con tus ojos, me toca con tus manos y yo, que en nada creo, creo en ti como en mí mismo y en tu nombre que se hace un coro de ecos en mis abismos.
Tu presencia es dulce y ancha como una primavera. He olvidado lo que es vivir sin ti, sin la profundidad de tus ojos, sin el canela de tu piel, sin los pájaros que vuelan desde tus manos, sin las palabras que se desprenden de tu boca, sin los caminos que rebautizo cada día en la breve circunferencia de tu cintura. 

Dejé de ser estepario y errante para volverme lo que soy: un animal amoroso y dócil, a quien le queda la costumbre y se quema la noche entera.

Ya ves cómo crece la semilla que siembras a diario en mi corazón, roja y viviente. Las cosas más elementales llevan tu nombre, los cauces de todos los ríos, las altas iglesias y sus campanarios, las puertas y las ventanas, la hiedra del jardín, el lugar a donde se dirigen los obreros, la algarabía de pájaros de las madrugadas. Todo tiene tu nombre, todo tiene sabor a ti. El mundo entero tiene tus latitudes y, cuando así lo quieres, el mundo también ríe por tu boca.
Padezco esta enfermedad incurable de ser adicto a tu piel, sin remedio ni cura.
Soy adicto de amarte sin descanso, sin tregua, cada minuto que mi corazón palpita, que mi cuerpo de ti se oxigena, mientras y el mundo gira y aguarda...

Del gran poeta Hugo Arce.

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